El encuentro con el otro: en busca de nuevos caminos
Abstract: Just a brief look at our everyday environment verifies the presence of conflict as an inherent fact in community life. From the most basic relational structures as the family, to the more complex forms of human association as the nation-state, implicitly involve places of disagreement between different interests and ways of understanding reality. In our days, the nature of conflict is characterized by a growing individualism embedded in the cultural values of modernity, and fed by the principle of competition of the capitalist system. While western societies systematically reproduce a global model of inter-individual relationships, based on the liberal premise of selfishness, our actual social programs on emotional education and conflicts resolution are less than weak.
In this regard, and in order to stop the terrifying self-destruction of humanity, it becomes imperative to our times to rethink the place of “the other”, as well as explore new possibilities of social relationships able to dislocate this sort of globalized cultural self-centrism.
En la escuela, desde temprana edad, nos adiestran en la máxima “hobbesiana” de que la libertad de cada uno termina donde comienzan los derechos de los demás, es decir, se compromete y se ve limitada en función de la prevalencia del pacto social que la precede y la supera, con el fin paradójico de hacerla posible. Esta premisa de apariencia tan transparente a nuestro ver -¿quién se atrevería a poner en duda la contundencia tricentenaria de su lógica?- se encuentra sin embargo, provista de un trasfondo peligroso: la idea de que mientras no violentemos las normas establecidas de convivencia que regulan el espacio inter-individual, podemos ser verdaderos déspotas en nuestros pequeños reinos compartimentados.
En el interior de esta lógica, cada vez más globalizada en nuestras sociedades contemporáneas de matriz occidental y alimentada por la competencia individualista del capitalismo, el lugar del otro no se reconoce más que como una región de fuerza potencialmente perjudicial a la consumación de nuestro interés personal, una zona ensombrecida por la desconfianza fundamental en todo aquello que florece más allá de nuestras líneas de frontera. Así, si somos recelosos en no violentar la soberanía de nuestros iguales, más que en una relación de respeto genuino por los demás, ello se basa en la espera esencial de una reciprocidad. En otras palabras, difícilmente respetamos la vida, la propiedad, la jurisdicción y las formas de ser y proceder ajenas como valores en sí mismos; las respetamos más en la medida en que esperamos que sean igualmente respetadas las nuestras por parte de los demás, lo que se encuentra bien sintetizado en la frase “no hagas a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti”.
Así, en los casos en que nos sentimos violentados por otros en nuestro territorio, lo más común es apelar a una instancia mediadora de autoridad, lo que es válido tanto para las relaciones inter-personales, cuanto para los conflictos entre instituciones y Estados. Trátese de los padres, en el caso de una pelea entre hermanos, del sistema penal estatal vigente, en el caso de un atentado a la integridad personal, o de las entidades reguladoras del derecho internacional, en el caso de una pugna entre Estados, la sola existencia de dichas instancias pone en evidencia la pobreza generalizada de nuestra capacidad para resolver satisfactoriamente los conflictos en los que nos vemos envueltos. Y ello se debe, a mi modo de ver, a que culturalmente no se nos educa en la reversión de la pérdida del equilibrio relacional, en la búsqueda de caminos reparadores alternos a la violencia, y en el reconocimiento de las necesidades del otro como una expansión de la propia existencia.
¿Qué pasaría, me pregunto, si al vernos envueltos en una situación cotidiana de conflicto renunciáramos por un instante a la premisa liberal egocéntrica que regula el campo de las relaciones interpersonales en nuestro mundo de hoy? ¿Si le diéramos cabida al otro, no como obstaculizador potencial de nuestra voluntad, sino como agente privilegiado de nuestro propio crecimiento? ¿Si fuéramos capaces de comprender sus necesidades como si fueran las propias? ¿Si prescindiéramos de nuestra limitada y limitante necesidad de “tener la razón” en cada minúsculo detalle de la vida? ¿Si renunciáramos a la necesidad compulsiva de estar siempre compitiendo por los primeros lugares?
Tal vez no nos sea posible responder inequívocamente a este tipo de preguntas hipotéticas, que a la postre, parecen ingenuas; pero se puede intuir que en el espacio relacional de nuestra existencia singular como seres humanos, operaría una transformación irreversible, y quizás a partir de ella, seríamos capaces de reconocernos a nosotros mismos en los demás. Sin duda, ello constituiría un verdadero dislocamiento de nuestro actual sistema de valores culturales. Sería revolucionario. ¿Por qué no probar? Por saldar una simple curiosidad, los invito a hacer el ejercicio.
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