Argélida: el rostro de la esclavitud contemporánea
Abstract: Argélida Flores is 30 years old, has four children, two grandsons and no husband. Known as “la Gocha” by her neighbors of the invation neighborhood “Nelson Mandela”, she works from dawn to dusk in a family home located in one of the most fancy areas of Cartagena de Indias, Colombia. She works about 12 hours per day, including Saturdays. And that’s doesn’t include the time it takes to commute from side to side of the city. If her working days starts at about 4 a.m., they only end around 9 p.m., when she finally returns home, quite tired, to meet her own domestic needs. For this incredible marathon, even in a society that calls itself democratic, Argélida doesn’t earn more than US$12 per day.
Argélida Flores tiene 30 años, cuatro hijos y dos nietos. No tiene marido. El primero se lo mataron hace quince años, allá en su pueblo natal. Otro muerto de la guerra. El segundo la dejó por la bebida, y de tiempo en tiempo, hace apariciones fugaces para desaparecer de nuevo con el poco dinero que Argélida consigue guardar debajo del colchón, con la esperanza de algún día ponerle paredes y piso de concreto a la casita en la que vive.
Conocida como “la Gocha” por sus vecinos del barrio de invasión “Nelson Mandela”, Argélida trabaja de sol a sol en una casa de familia del sector más lujoso de la ciudad de Cartagena. Trabaja cerca de 12 horas al día, incluyendo los sábados, eso sin contar el tiempo que le toma desplazarse de un lado a otro de la ciudad. Su día comienza con el canto de los primeros gallos, a las 4 de la madrugada, y termina cerca de la media noche. Debe iniciar labores en la casa donde trabaja a las 6 y media de la mañana. Tarda entre una hora y media o dos en llegar desde su casa hasta allá, dependiendo del tráfico y de los “acasos”.
La patrona tiene dos hijos varones en edad escolar, de 5 y 14 años. Hay que hacerles desayuno y estar disponible para lo que se ofrezca temprano. Atender también los caprichos mañaneros del señor, un reconocido empresario que no cumple horarios y como la señora, pasa la mayor parte del tiempo por fuera de casa en reuniones de trabajo y eventos sociales.
Argélida se encarga de mantener la casa en orden tanto en las tareas extraordinarias como brillar la platería una vez por mes o lavar los tapetes a mano una vez por semana, como en las labores más ordinarias de la vida diaria: recibir a los niños cuando vuelven del colegio, cuidar que el almuerzo sea un evento exitoso, sacar a pasear a los perros y otros varios etcéteras, como las compras del día y la ropa de toda la familia. Ropa cara y delicada en la que “la Gocha” invierte una eternidad para mantenerla en las “debidas” condiciones, como a la señora le gusta.
Además, super Argélida se las arregla para dejar la cena lista y los uniformes de los niños planchados antes de cerrar el día de trabajo y emprender el camino de vuelta a su casa, cerca de las 7 de la noche. Cuando llega a ver a sus hijos está cansada. Es tarde y todavía necesita producir energía extra para atender sus propias necesidades domésticas.
Le pagan cerca de US$250 por mes, es decir que sus ganancias diarias con suerte sobrepasan los US$12. Prácticamente con ese dinero debe alimentar, vestir y educar a su prolija descendencia: sus nietos, que son niños sin padre, y sus hijos menores, todavía pequeños. Una de sus hijas, de 12 años, cuida de los cuatro niños mientras su mamá y su hermana de 15 trabajan como hormigas para juntar lo básico, que a veces no es suficiente. Ambas niñas tuvieron que dejar la escuela. Con gran esfuerzo, los varones llegarán a los primeros años de la secundaria antes de necesitar vincularse a alguna actividad productiva.
“La Gocha” ruega para que se mantengan alejados de las estratagemas de la mala vida, tan a la orden del día, pero sabe bien que no será tarea fácil. A la larga, la pobreza sale cara y termina cobrándose la vida de la gente, como la de la hija de la vecina, que para burlar la esclavitud que les espera a las mujeres de su clase se acabó metiendo a prostituta. O como el nieto menor de su compadre Estanislao, un hombre honrado y trabajador, muerto por un policía el domingo pasado cuando protagonizaba su tercer asalto con arma blanca en un sector turístico de la ciudad.
Argélida siente rabia cada vez que pone los pies en el suelo brillante del ascensor habilitado para uso exclusivo del servicio. Una sensación desagradable le carcome el pecho cuando a la casa de la patrona llega la mujer de los masajes, que cobra US$40 dólares la hora, o cuando la mandan a la pastelería tradicional del barrio a recoger una torta de US$50 dólares para la merienda de la tarde. Y todavía debe sacar fuerzas para lidiar con las miradas lascivas del hijo mayor, que al igual que su padre, le come las piernas con los ojos cada vez que ella pasa cerca.
Tal vez a eso se deba en parte el maltrato sostenido al que se ve sometida por parte de su patrona, que no escatima esfuerzos para acusarla de ladrona, manteniendo su buen nombre enmarañado en la sospecha perpetua.
No faltan los días en que a “la Gocha” le flaquea la voluntad, y en nombre del amor propio y la dignidad humana siente genuinos deseos de tirar todo por la borda, incluyendo los US$12 diarios que mal garantizan su sustento. De renunciar a los vejámenes sin fin a los que la historia de su patria parece haberla confinado. Nacer pobre y negra, en una región del mundo donde las relaciones de servidumbre se prolongan de forma “natural”, adquiriendo tonalidades perversas a plena luz del día y bajo el astro de las sociedades democráticas, es una fatalidad de difícil perdón.
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