El Salvador y la democracia feudal
Abstract: Salvadoran society is as politically weak as can be. Although a former guerrilla has won the national elections and held office without any incident, there is still no feedback between the State and its citizens. Is it a heritage of the several unresolved issues (of land distribution, of poverty, of political participation) that lead to the civil war? No power structures were modified once the war was over and the realationship between the powers that be and our society resembles feudalism, not a democratic republic. Is Salvadoran society a passive one by design?
El Salvador celebrará comicios presidenciales el 2 de febrero de 2014, los primeros desde que el FMLN llegase al poder, finalizando (en el papel) la fase de democratización del orden político salvadoreño. A medida la campaña electoral arrecia —y las fallas del Estado son explotadas por la oposición no como tales sino como debilidades de una gestión gubernamental dada— los espacios de debate partidario (que no político) se llenan de una pluralidad de voces criticando el efecto que una u otra manera de gobernar podrían tener en El Salvador. Ninguna de ellas, sin embargo, cuestiona cómo se entiende el Estado en El Salvador.
Desde la fría distancia de los libros, la salvadoreña es una democracia ejemplar. Menos de veinte años después de un conflicto civil que tuvo salida negociada, en 2009 su sistema político concretó la alternancia en el poder sin contratiempos. Desde fuera, quizá es posible asumir que el nuestro es un Estado que ha sabido acoplarse a las necesidades de una población que ha aumentado en más de un millón de habitantes desde el cese al fuego. Que basta con que el partido político resultante de una organización guerrillera ahora dirija el Órgano Ejecutivo para llamar al salvadoreño un proceso exitoso. Pensar a este país en esos términos me atemoriza, pero no tanto como saber que esta es la noción que de El Salvador se tiene en términos fríos, de indicadores democráticos e índices variopintos.
Es muy pronto para hablar del efecto real que la llegada al poder de la izquierda tuvo en el país. Sin embargo, sí creo que tras la misma se ha vuelto aún más evidente el que, a mi criterio, es el principal adeudo de los Acuerdos de Paz: se intentó rehabilitar un país en ruinas sin modificar las bases que llevaron a su colapso. El Estado salvadoreño fue reconstruido sobre poco significativas modificaciones a una Carta Magna escrita en tiempo de guerra (1983) y sin esfuerzos serios por plantear una Reforma Agraria efectiva. Los firmantes afirman que su interés era asegurar el reestablecimiento de las garantías civiles, no las económicas y sociales. Así, la original desconexión entre los gobernantes y los gobernados fue perpetuada en quizá la única coyuntura que posibilitaba el involucramiento ciudadano en su propio orden político.
La concepción que el salvadoreño tiene de su Estado es casi feudal. Para la mayoría, este se plantea como el gran proveedor que garantiza la supervivencia del ciudadano a punta de múltiples e incosteables subsidios (al gas propano, a la electricidad, al transporte público, etc.). Ese es su rol. Poco exige de él si este arreglo no se altera; la inseguridad y el acceso a la salud o educación son precarios casi por definición y solo la primera parece preocupar a la ciudadanía. A pesar de entender que el rumbo del país no es el mejor, no cuestiona el porqué de ello y su única acción directa al respecto es el ejercicio del voto. Las soluciones a los problemas de nación provienen, según el salvadoreño, exclusivamente del Estado. Tales nociones parecen contradecir la idea misma de la democracia que con tanto ahínco defiende todo el mundo (ver capítulo V).
Las únicas formas de organización civil aparentemente válidas ante la sociedad salvadoreña son los partidos políticos (ampliamente deslegitimados) y los grupos religiosos, ambos orientados a la perpetuación del estatus quo y no a la transformación de realidades. Otros movimientos de incidencia política, como los sindicatos o las asociaciones civiles, han sido satanizados o desacreditados a medida la posguerra requirió su reorientación ante la vida en democracia (término usado de manera sumamente laxa), perdiéndose así valiosos espacios de participación activa en la vida política del país. Eso, aunado a lo fragmentado del tejido social (herencia del conflicto, las migraciones y los desplazamientos internos forzados a causa de la violencia) que dificulta en gran medida la construcción de vidas comunitarias plenas, vuelve a la ciudadanía salvadoreña sumamente dócil ante estructuras de poder que no tienen, ni tuvieron jamás, deseos de modernización.
Las próximas elecciones son, quizá, las más sombrías que enfrenta El Salvador desde el fin del conflicto. Ninguno de los candidatos a la presidencia pretende cuestionar los fundamentos del Estado, a pesar de que la situación nacional, tanto en términos de seguridad ciudadana como de estabilidad financiera se trata, es crítica. ¿Cuál es el valor de los resultados electorales en un país construido de tal manera en que el Estado y la ciudadanía no dialogan jamás? ¿Cómo se construye democracia cuando el papel que cumple el orden político es el de proveer y el del ciudadano se limita a expresar su opinión ante el desempeño de una gestión mediante el voto? ¿Es esta, me pregunto, de verdad una manera de construir país?
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