La crisis no es contagio: es una enfermedad terminal
Abstract: The crisis has not spread, it has not been infected. Rather, it has been revealed in one country and another. It is not contagious as such, as happened in its time with the many plagues that struck Europe. It is rather a capillarity effect of the market. Capital while, almost since the eighteenth century when powerful companies were consolidated European colonialists, ceased to be national, and even today the consequences of ruin directly affect the State and the citizens of a country, its leaders so usually never are where they say they are, and rarely account for what they do. The crisis that we are witnessing however is deeper. It is an economic model where the primacy of the interests of a few has overcome the most, and incidentally is dragging the democratic political ideal, which prided West. European governments, with the exception of Iceland’s economic policy exemplary, preferred to save the banks rather than people. The crisis then seems not to be economic but ethical, moral: while governments heed not the cries of the common people, they sacrifice it with impunity.
Quien ha sido rico, o cree haberlo sido, difícilmente acepta su pobreza, y eso es lo que está sucediendo con esta Europa de comienzos de siglo XXI. Nunca habría pensado que los europeos de hoy estuvieran siendo desalojados de sus casas, botados de sus trabajos, condenados a depender de las pensiones de sus padres, como ha venido sucediendo en países como España, Italia, Portugal y Grecia. Las noticias vaticinan que continuará Francia, y que en 2013 la crisis alcance a Gran Bretaña y a Alemania. El aumento de la pobreza en Europa, que alcanza los 119 millones de ciudadanos, se reproduce en la misma medida en que se reducen las posibilidades de aplicar políticas de recuperación sostenidas. Nunca hubiera imaginado para los emigrantes desencantados, que fueron a buscar un mejor futuro, que el retorno se convirtiera en una opción. Y mucho menos hubiera imaginado que el futuro para muchos jóvenes europeos fuese emigrar con ellos a un país tercermundista.
La crisis no se ha extendido, ni se ha contagiado. Más bien, se ha ido revelando en un país y otro. No es contagio como tal, como en su tiempo sucediera con las innumerables plagas que azotaron a Europa. Es más bien un efecto de la capilaridad del mercado. El capital hace tiempo, casi desde el siglo XVIII cuando se consolidaron las poderosas empresas colonialistas europeas, dejó de ser nacional, y aunque en la actualidad las consecuencias de su ruina afectan directamente al estado y a los ciudadanos de un país determinado, sus responsables por lo general nunca se encuentran donde dicen que están, y pocas veces responden por lo que hacen.
La crisis a la que asistimos, sin embargo es más profunda. Es la de un modelo económico donde la preeminencia de los intereses de unos pocos se ha sobrepuesto a los de la mayoría, y de paso se está llevando por delante el ideal político democrático, del que tanto se preciaba occidente. Los gobiernos europeos, con excepción de la ejemplar política económica de Islandia, han preferido salvar a los bancos antes que a las personas, con un costo social tan alto que ha recordado los peores años posteriores a la primera guerra mundial. Pero el asunto es más complicado aún. La producción industrial europea descansa allende sus fronteras. Que Apple quiera retornar la producción de sus computadores a los Estados Unidos es significativo de lo que acontece con Europa: un gesto patriótico que resulta un poco hipócrita a estas alturas. Hace tiempo las grandes empresas producen sus bienes donde las leyes sobre el trabajo son flexibles, o casi inexistentes, y donde la mano de obra es más barata. Y eso significa, en muchas ocasiones, algo cercano al trabajo esclavo. Las maquilas del norte de México, o los barcos-fabricas chinos, son ejemplos visibles de esto.
Lo más paradójico de todo esto es que los europeos, los mismos, que se enriquecieron a costa de la explotación de los países no europeos, y que siempre llamaron pobres a los demás, hoy dependan como nunca de la inversión de estos. Ese pareciera ser el trasfondo del llamado un poco desesperado del presidente de España, Manuel Rajoy, para que Latinoamérica invierta en la península ibérica. El pago, la contraprestación a ello, será ¡la visa de residencia!
No obstante las evidencias, la crisis misma, los gobiernos europeos se empeñan en mantener las mismas soluciones económicas que los han llevado a ella, aunque para eso le pongan nombres tan técnicos y absurdos tales como “devaluación competitiva de salarios” o “sacrificio del ingreso per cápita”. El eufemismo encubre y anestesia lo que la realidad revela. Según Manfred Max-Neef, economista chileno y Nobel alternativo de Economía en 1983, con el dinero dado a los bancos para su salvamento habría 600 años de un mundo sin hambre. La crisis entonces no pareciera ser económica sino ética, moral: mientras los gobiernos desoyen los clamores de la gente del común, la sacrifican impunemente. Y eso no es contagio, es una enfermedad terminal.
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