La paz como insulto
Abstract: In Central America, we can rarely determine what we should understand as “peace”. If it were to be understood only as the absence of war, then yes, we live in peace. However, given that Honduras, El Salvador and Guatemala constitute the most violent micro-region in the world, can we really state that us, Central Americans, live in peace?
Estrictamente hablando, se supone que Centroamérica está en paz. Que lo ha estado desde la firma de los Acuerdos de ídem de Guatemala en 1996. Desde entonces, ninguna nación de la región ha enfrentado conflictos armados y se supone que la ausencia de guerra es lo que define a la paz. En nuestros países, semejante afirmación es poco más que un muy mal chiste.
El Triángulo Norte, conformado por Guatemala, El Salvador y Honduras, es, según concluye el informe «Delincuencia organizada transnacional en Centroamérica y el Caribe» de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), la región más violenta del mundo. Solo en El Salvador, el número de homicidios registrados desde el fin de la guerra civil hasta 2011 sobrepasa el registro de muertos durante el conflicto que duró de 1981 a 1992. Lo de ser una región violenta es algo que ya se sabe y que lo diga una dependencia de Naciones Unidas no nos significa nada nuevo. Es casi casi como escuchar llover.
Por estas fechas es común encontrar montañas de textos que procedan a justificar la viñeta violenta con la que carga Centroamérica desde siempre; de cobijarla bajo el fantasma de la desigualdad, de la corrupción, de las profundas brechas por superar que siguen teniendo Guatemala y El Salvador, donde los pobres de antes de la guerra son ahora más pobres y más viejos, y sus hijos son igual de pobres, pero emigran. Donde los pobres de Honduras siguen siendo los mismos. Se intentará también decir que por eso es que se han afincado las pandillas, el narcotráfico y el narcomenudeo en los estratos sociales más bajos. Nada he de decir al respecto porque –para mí, al menos– tras diez años de escuchar los mismos razonamientos por parte de todos los tanques de pensamiento, es también como escuchar llover.
Es un verdadero insulto que cada vez que se celebran comicios u alguna ocasión para exaltar a la región se nos diga que vivimos tiempos de paz. Que se haga con descaro, que sea en Guatemala un ex militar activo durante el más cruento conflicto civil del continente quien se pose en un estrado y diga que qué bendición –se usa ese término, «bendición»– que los guatemaltecos ahora viven en paz. Que en El Salvador se diga que haber bajado de cuatrocientos a doscientos homicidios mensuales es un verdadero reflejo de la voluntad de diálogo y la vocación pacífica de nuestra sociedad. Que en Honduras se siga persiguiendo y asesinando a activistas sociales sin pudor alguno. Que a esto se le llame «paz» porque las armas ya no las apunta el Ejército contra los civiles.
Urge en nuestra región redefinir la paz tanto o más de lo que urge dejar de ponerle capas de azúcar al carácter necrótico de nuestro tejido social. El Triángulo Norte no ha conocido la paz nunca, ora por culpa de los conflictos territoriales, ora por las guerras civiles o el narcotráfico. Todo mundo parece tener justificaciones al respecto y encuentra en ellas cierto determinismo tranquilizador: somos pueblos de caudillos. Nuestros gobernantes siguen yendo a las Asambleas Generales de la ONU a clamar que necesitamos ayuda para financiar la «lucha contra (inserte causa acá)». Que somos y hemos sido siempre pueblos pacíficos, pero dependemos de otros para reforzar nuestra «gobernabilidad». Urge, entonces, redefinir qué es la paz porque, a como se vislumbra ahora, la misma no parece ser otra cosa que un muy mal chiste.
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