Madres escindidas, mujeres exitosas
Abstract:
By force of masterful juggling, women have taken to pieces the myth of feminine inferiority, which so much worried the past generations of activists. Many of us have by far demonstrated how scary capable we are, when the time comes to assume a score of roles at the same time, including those that in the past were just and exclusively destined to men. Nonetheless, along with the effort to maintain functioning this complex of inner workings, besides reducing our vital energy to the minimum, we have had to delegate the raising of our children to others. Nurseries, schools, nanas, domestic workers, neighbors, and at best families have replaced the increasing absence of the maternal figure, caused by the laws of an implacable market, and a denigrating culture towards maternity that defends above all, the femenine conquests within the labour field.
Hace ya casi dos meses, en la semana 37 de mi cuarto embarazo, culminé estudios de maestría en un programa que inicié cuando mi hijo mayor contaba poco más de tres años de edad, la segunda rondaba el año y medio y el último apenas alcanzaba las dos semanas de vida. Pese a todos los pronósticos, durante los primeros semestres, entre mi esposo y yo conseguimos dar buena cuenta de los niños, la casa y los imprevistos varios, sin que ello significara el abandono de nuestros compromisos académicos y laborales. Sin embargo, conforme ingresé en las fases finales de escritura de la tesis, la cosa se puso compleja. Fue cuando comencé a experimentar en carne propia lo que sin duda han sentido millones de mujeres en el mundo de hoy: que un solo cuerpo no me alcanzaba para cubrir la cantidad de frentes que tenía que atender, y que en cualquier momento todo se vendría abajo con la facilidad de un castillo de naipes.
Las demandantes jornadas de trabajo que se extendían sin tregua, a veces de un fin de semana a otro, me obligaban a iniciar tareas alrededor de las 4 de la mañana y a cerrar el día cerca de la media noche. El tiempo que quedaba para mis hijos era apenas el de la atención de sus necesidades básicas. El tiempo que quedaba para cualquier tipo de esparcimiento y oxigenación personal, de pareja, familiar, era prácticamente nulo.
Cuando defendí la tesis, con mi barrigón de nueve meses, al finalizar la sesión, una de las jurados se me acercó conmovida y me dijo: “ahora sí necesito preguntarle, porque simplemente no puedo entender ¡usted cómo hizo!”. Sentí entonces un deseo incontenible de echarme a reír, o a llorar, porque yo misma no tenía cómo responderme esa pregunta. Es más: estaba convencida de haber desafiado, y con mucho, todas las leyes de la física. En medio del reconfortante sabor de la victoria, sentía que mi cuerpo había sobrevivido los efectos de múltiples desdoblamientos y que, por una suerte de evento milagroso, aún me quedaban fuerzas para volver a mi casa y abrazar a mi familia con la buena nueva, no de que ahora era “maestra en historia”, sino de que finalmente todo había terminado.
Como familia, creo que resistimos únicamente porque sabíamos que se trataba de algo temporal. Ayudó también el hecho de contar con un manejo flexible del tiempo y, por supuesto, la generosidad de un marido diligente siempre disponible como par en el frente de batalla. Ya en un nivel mucho más personal, el factor definitivo fue, sin duda, la empatía profunda que sentía con lo que estaba haciendo. El hecho de encontrar en mi trabajo un sentido fundamental y un placer inextinguible.
Estos privilegios —sobrecargas de trabajo sucedidas por períodos de relativa tranquilidad, flexibilidad horaria, compañero amoroso y presente, conexión vocacional con el oficio— no cuentan, sin embargo, para la inmensa mayoría de madres trabajadoras que diariamente son llevadas al borde de un colapso desintegrador de su personalidad.
Pero lo realmente preocupante es que nada colapsa.
Todos conocemos mujeres de diversas edades y lugares sociales laboralmente activas, que por necesidad o elección propia cumplen permanentemente con rígidos horarios de trabajo, y que aún, arrastrando el peso de parejas emocional o materialmente ausentes, logran dar cuenta —algunas incluso, exitosamente— de la crianza de sus hijos.
A punta de malabarismos magistrales, estas son las mujeres que han desmontado el mito de la inferioridad femenina que tanto trasnochó a generaciones pasadas de activistas, demostrando con creces hasta qué punto somos “asustadoramente” capaces de asumir una veintena de roles al mismo tiempo, incluyendo los que antes estaban destinados con exclusividad a los hombres. No obstante, en el esfuerzo de mantener funcionando este complejo engranaje, además de reducir al mínimo nuestra energía vital, hemos debido delegar la crianza de nuestros hijos a terceros.
Guarderías, escuelas, nanas, empleadas domésticas, y en el mejor de los casos, vecinos y familiares, han venido a suplir una ausencia creciente de la figura materna producida por las leyes de un mercado despiadado; una cultura del éxito denigrante de la maternidad, y que reinvindica por sobre todo las conquistas femeninas en el campo de lo laboral. En lo personal, no me cabe duda de que los problemas de violencia que aquejan el mundo de hoy se relacionan muy de cerca con el desafecto producido por esta falla sistémica: madres sin tiempo suficiente para atender las necesidades emocionales de sus hijos y/o madres consumidas en la frustración de no poder seguir sus propios caminos de realización por el hecho mismo de ser madres.
En el contexto de las luchas reivindicatorias de la equidad de género, este es un asunto que debería ser traído con urgencia a la mesa de debate, pues es claro que aquellas mujeres que encuentran la forma de construir puentes reconciliadores entre las dimensiones del trabajo y la maternidad, son mucho más capaces de producir hijos felices que aquellas que se ven obligadas a desempeñar oficios que les son desagradables o ajenos a sí mismas.