Welcome (back) to Intipucá: economía de consumo y migración fallida en El Salvador
Abstract: Intipucá is a very small, dusty and hot town in rural El Salvador. However, it used to be one of the richest towns in the country. Said richness, however, depended not on its agricultural products (coffee, cotton, sugar cane), but solely on the money sent by the locals who fled town in the first and largest exodus that El Salvador had seen before the civil war (1981). Ever since the late sixties and during four decades these (mostly illegal) inmigrants sustained Intipucá’s economy and had a great impact in its architecture and consumption habits, but how does the town respond when the money stops flowing and the inmigrants begin to return?
El suroriente de El Salvador es un espejismo del calor. A lo largo del Pacífico y pueblo tras pueblo, sembradío tras sembradío (de algodón, de caña de azúcar), lo que predomina es un calor húmedo, el polvo, vacas famélicas y campesinos con sombrero de paja. Kilómetros y kilómetros de cultivos remanentes de la riqueza extinta, ganado esquelético y población atemporal repartidos paralelos al litoral. Eso es el suroriente.
En la entrada de uno de esos pueblos pequeñitos y polvosos hay un rótulo perturbador: «Welcome to Intipucá, the place to be!». Hay algo cacófono en mezclar inglés con potón («Intipucá» significa «En el gran arco de la boca» en potón, la lengua muerta de los lencas muertos), algo que no cuadra. No sé si en realidad Intipucá sea «the place to be!», menos si podría afirmarlo categóricamente mediante un signo de admiración, pero probablemente yo no sea el público meta del rótulo. A mí la palabra Intipucá me sigue sonando a potón y a polvo, mas la verdad es que hace casi cincuenta años que el nombre se pronuncia con cierto acento gringo: hace mucho que Intipucá se pronuncia In-tih-phu-caw y yo no soy nadie para desmentirlo.
El algodón fue el sostén económico de la zona durante la primera mitad del siglo XX. La caída de los precios afectó de lleno a los pueblos algodoneros a mediados de los sesenta. Como resultado, los terratenientes en pequeño debieron hipotecar sus tierras para subsistir. Cuando las deudas se volvieron insostenibles, impulsaron a los primeros pobladores a tomar la decisión de abandonar el pueblo y mudarse no a la capital (a 200 km. de distancia), sino a Estados Unidos. Era 1968 y los lugareños estiman que alrededor de 300 personas abandonaban el pueblo a diario, partiendo hacia el norte sin documentos. La mayoría eran pequeños agricultores que dejaban a sus numerosas familias atrás. Ese fue el primer éxodo de Intipucá, el primer municipio nacional con migración masiva.
Una década después, cuando el estallido de la guerra civil ya era inminente y los hijos de los primeros migrantes ya tenían edad para ser reclutados por el Ejército, estos también emigraron. Sus padres, ya establecidos en comunidades cerradas en Maryland o Virginia, podían costear la salida ilegal de sus hijos del país. En aquel entonces, siendo un pueblo pequeño y bastante alejado de las ciudades principales de El Salvador, en Intipucá no habían casas de cambios que pudiesen canjear los dólares de las remesas por colones. El dólar operaba entonces como divisa local veinte años antes de que la economía nacional se dolarizase.
La entrada del caudal de dólares al pueblo significó cambios drásticos en su estructura. El polvo dio paso al pavimento, se construyó una Casa de la Cultura (centro para difusión de artes) de dos pisos, algo no acostumbrado siquiera en los ámbitos urbanos, y se habilitó un estadio de fútbol; todo esto fue construido en menos de una década. Vuelos privados partían de Estados Unidos para llevar a los migrantes de vuelta a su pueblo durante las fiestas patronales de Intipucá, en mayo. La calle principal fue nombrada William Walker (un exembajador estadounidense destacado en El Salvador durante los ochenta). El dólar era la moneda local. La mitad de la población económicamente activa residía en Estados Unidos. Fue entonces que el rótulo infame apareció e In-tih-phu-caw se convirtió en «the place to be!».
Los niños nacidos durante los ochenta crecieron en una realidad económica desconectada de la del resto del país en guerra y su canasta básica incosteable. Su moneda era la extranjera, así también su ropa y los electrodomésticos de sus casas. Todo venía de fuera, incluido el ingreso familiar. El dinero recibido en remesas tuvo una sola inversión: la construcción de casas. Dinero recibido era dinero gastado en banalidades, raras veces en enviar a un joven a estudiar a San Alejo (una municipalidad cercana) o San Miguel (la única sede universitaria alrededor). El niño, el joven, no veía futuro alguno en la escuela o en Intipucá. Crecían, crecen para emigrar. Como resultado de ello, el 80% de la población original del municipio entre 1968 y 1988 ahora reside fuera del país, el 37% de quienes permanecen en él son analfabetas (más de el doble del promedio nacional) e Intipucá ostenta la tasa de deserción escolar más alta del departamento de La Unión.
Las casas edificadas con el dinero de los migrantes eran en realidad palacetes agringados con pastos verdes en los patios, mismos que contrastaban de frente con las tradicionales construcciones de bahareque. Casas que construyeron no para sus familias, sino para sí mismos, para vivir en ellas el día que decidieran volver. Ese día, lejano en teoría, se adelantó. Desde que la crisis financiera estadounidense se desató en 2008, los ingresos de la economía de consumo de Intipucá caen un 10% anual. Los migrantes, despedidos ahora de sus antiguos empleos (entre ellos el más reciente exalcalde, quien rigió entre 2009 y 2012), están regresando al municipio que sigue siendo polvo, calor y dólares convertidos en palacetes de pasto verde, rótulos en inglés y la avenida William Walker.
Debe ser muy fuerte regresar a un lugar que se añoró tanto, por el cual se trabajó tanto, y encontrarlo maquillado, pero en la misma situación en que originalmente se le dejó. Las infraestructuras que construyeron para beneficio del pueblo, por ejemplo, no reciben mantenimiento alguno por parte de la municipalidad o de la población. El migrante que regresa encuentra ahora que en Intipucá no se produce, que no hay mercado para comprar verduras ni estación de buses que los lleve a otro sitio. Quizá Intipucá no sea the place to be. Quizá, sospecha, el pueblo de las casas gringas no sea otra cosa que un espejismo del calor.
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