La carísima paz
Abstract: You can live in relative peace in El Salvador, if you have the resources to afford it. There’s a direct relation between how poor people are and how vulnerable they are in front of the country’s violence and insecurity.
A minority, the same portion of the population with the higher income, can buy “peace” in the form of private security services, bodyguards, armored vehicles or extra secured houses. But the rest, the people with lower income, have to deal with robbery, violations, extortions, and other types of violence.
Levantarse, ver el sol por una ventana estilo francesa. Tomar un desayuno variado, darse una duchita tibia y salir en un lujoso vehículo, aclimatado, camino a una fortificada oficina, a una segurísima universidad privada o a un amurallado colegio bilingüe.
Luego salir, volver en la camioneta a casa, entre portones de seguridad, tres, cuatro, cinco agentes de seguridad, marcar la contraseña de tu sistema de alarma hogareña, entrar y entretenerte con un televisor plasma, la más nueva consola de videojuegos o un BlueRay con teatro en casa.
Más tarde, si antoja, salir igualmente en el confort de nuestro vehículo hacia algún centro comercial o club nocturno de moda. Así la vida, de burbuja en burbuja, transcurre sin problemas para muchas familias en El Salvador, una paz artificial al alcance de quien pueda pagarla.
Aquí tenemos 20 años de haber firmado nuestros Acuerdos de Paz, pero solo terminó el conflicto bélico propiamente dicho. La paz social es una enorme deuda y el mismo concepto, paz social, suena a chiste de mal gusto para miles de salvadoreños.
Mientras muchos viven en su autocosteada “paz”, otros, los más, enfrentan a diario una realidad menos glamorosa: poblaciones urbanas que son verdaderas colmenas de cemento, hacinamiento, pobreza, falta de servicios básicos.
Estos asentamientos urbanos atestados de gente han sido el caldo de cultivo perfecto para todo tipo de problemas sociales relacionados con la pobreza y la carencia de oportunidades, desde las pandillas y la violencia como modo de vida –porque muchos jóvenes perciben que paga más extorsionar, robar, asaltar, que conseguirse un trabajo, que tampoco es tan fácil de conseguir–, hasta círculos de maltrato dentro de las familias, situaciones que se heredan de generación en generación casi con la misma fidelidad que los rasgos físicos.
¿Paz? ¿Qué paz puede tener una mujer que debe abordar tres buses para llegar a su trabajo en una fábrica, mientras deja a sus hijos solos en casa, sin saber si es más hostil el ambiente del vecindario o de la propia escuela pública? Los centros urbanos se han vuelto nidos de pandillas y otros tipos de violencia y delincuencia. Lo mismo ha pasado con las escuelas del sistema público, sobre todo, las ubicadas en áreas controladas por grupos delincuenciales. Hay centros de estudio del sector público en los que, lejos de proveer un ambiente seguro para los niños y jóvenes, los acercan a la boca del lobo: allí mismo se les recluta para las pandillas, se les vende droga, son víctimas de acoso e incluso de violaciones sexuales, sin que las autoridades educativas o de seguridad puedan hacer mayor cosa para defenderlos.
¿Qué paz existe si al subir al transporte colectivo o caminar por las calles uno lleva el miedo en la boca del estómago? Portar un teléfono móvil, un par de aretes, una cartera, o incluso sin llevar nada, nos puede hacer blanco de los ladrones. Los robos se volvieron algo cotidiano. Ya nadie se asusta cuando le dices que te asaltaron. “Gracias a Dios que no te hicieron nada”, será la respuesta que se recibirá, llena de mecánica resignación.
¿Es paz tener que luchar por un salario pírrico que no cubre ni lo más elemental? Si se tiene suerte de contar con un trabajo, el salario mínimo legal es de US$207 al mes. Por labores agrícolas, en el campo, un trabajador apenas aspira a poco más de US$100 mensuales. La canasta básica de alimentos cuesta US$173 por persona. Un 49% de la población económicamente activa labora en el sector informal con salarios por debajo del mínimo legal y un 7% más no tiene ni siquiera un empleo.
Las políticas públicas se han quedado cortas, entre subsidios al consumo y el asistencialismo. El acceso a servicios básicos sigue siendo limitado, y la inversión pública en salud y educación, con respecto a la producción total del país, tienen uno de los niveles más bajos del continente. Mucho tiene que ver con el hecho de que los tomadores de decisiones viven lejos de la realidad de la gran mayoría, cómodos, en sus propias burbujas de paz prefabricada.
Durante muchos años, las mismas pandillas, ahora convertidas en el epítome del problema de la inseguridad en El Salvador, fueron consideradas un problema marginal, de barrios pobres. Fue hasta que llegaron a barrios de gente acomodada, a las zonas de los más ricos, a extorsionar a profesionales y a asaltar incluso a extranjeros y diplomáticos, que comenzaron a llamar la atención de los políticos.
Ahora la “paz” es un bien suntuario, cada vez más costoso. Recientemente, la principal gremial de empresarios del país se quejaba de que la violencia tiene un costo superior al 10% del producto interno bruto nacional, es decir, requiere unos US$2,000 millones cada año mantener un aparataje privado de dispositivos de seguridad y un pequeño ejército de guardias privados, para tener a raya al problema nacional de la criminalidad… al menos a raya para quienes pueden pagarlo.
¿Cuánto durará esta burbuja? ¿Qué pasará cuando estalle? ¿Llegará el momento en el que ningún dinero logre comprar la tranquilidad en nuestro país? El día que eso pase, espero, al menos habrá algo positivo: los tomadores de decisiones se darán cuenta de que la paz debe ser un proceso de país cuyos frutos puedan ser disfrutados por las mayorías y no un ideal solo alcanzable para los que tienen más recursos.
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