La pobreza de la clase media globalizada
Abstract: Amid the misery that abounds and overflows the streets of developing countries, advertising shows us happy and perfect families experiencing moments of ecstasy and communion under the taste of a Coke, or deluded girls who inhabit the bichromatic world of Barbie, the eroticized gothic of Monster High or the centennial monoculturalism of Disney. The contrast between the virtualized harmony of ads and the ruthless materiality of life does not seem to tell anything to anyone, because everybody is busy in producing enough to access the egalitarian promise of a better future. An utopian, unexisting future which is constantly updated in the insatiable desire that moves consumption and weakens the transfiguring force of this by this.
María Luisa es la hija única de un funcionario público y una profesora de escuela secundaria. Tiene 12 años y desde pequeña vive con sus padres en la ciudad de Bogotá, Colombia, a donde llegaron en busca de un futuro mejor.
Para eludir la pésima calidad de las instituciones educativas del Estado, sus padres se las arreglan para costear una escuela privada. Como muchas otras familias de la clase media colombiana, pagan cerca de US$ 500 por mes, sin contar refrigerios, almuerzo y servicio de transporte, lo que equivale en números gruesos prácticamente a la tercera parte del ingreso familiar de base. Con las otras dos partes dan cuenta del arriendo, gastos de movilidad y servicios públicos, comen, cubren salud e imprevistos.
Viven al ras, con las tarjetas de crédito a reventar y siempre a la caza de trabajos extra para tapar los huecos financieros que no paran de abrirse por todas partes. Sin embargo, y pese al cansancio extremo que ya parece un estado natural, dicen sentirse satisfechos de estar haciendo “una excelente inversión” en la educación -en el futuro- de su hija. Entre otras cosas, porque la escuela en la que está matriculada es bilingüe, siendo que la mayoría de las clases, con las excepciones obvias de las horas de español y francés, son en inglés, y con profesores nativos del Canadá, los Estados Unidos y la Gran Bretaña.
En consecuencia, María Luisa domina bastante bien no solo la lengua inglesa, sino una extraña mixtura de las culturas norteamericana y europea, y ha aprendido a despreciar la suya propia, hecho que se refuerza en el consumo cotidiano de símbolos globalizados en la TV, internet y los centros comerciales, a donde acude con frecuencia. La contaminación publicitaria que se reproduce en el espacio público urbano a la bandera de los ideales globalizados de felicidad, ayuda a sellar esta alianza.
María Luisa celebra Halloween, Saint Valentine’s day y Thanksgiving; sus vacaciones largas coinciden con el verano gringo y cuando pequeña esperó con ilusión la llegada de la nieve en Navidad, lo que no es de extrañar, a juzgar por la arquitectura de las casas de ciertos sectores urbanos de la primera mitad del siglo XX, construidas con techo a dos aguas para no sucumbir a las nevadas, en pleno trópico americano.
En medio de la miseria que abunda y se desborda en las calles de la capital, en los cuadros comerciales María Luisa ve familias felices y perfectas que experimentan momentos de éxtasis y comunión al sabor de una Coca Cola; o niñas alucinadas que habitan el mundo bicromático de la Barbie, el gótico erotizado de la Monster High, el monoculturalismo centenario de Disney.
El contraste entre la armonía virtualizada de los anuncios y la materialidad descarnada de la vida no parece contar para nadie, pues todos están ocupados en producir lo suficiente para acceder a la promesa igualitaria de un futuro mejor. Un futuro utópico, inexistente, que se actualiza permanentemente en el deseo insaciable que moviliza el consumo y debilita la fuerza transfiguradora del presente por el presente, pues en la carrera globalizada de la clase media, el tiempo de vivir la vida se desvanece en el tiempo acelerado y cíclico del capital. Por eso, para garantizar su futuro, los padres de María Luisa nunca tienen ni tendrán tiempo para ella.
En la lógica de la producción en masa se desvanece también la posibilidad de deleitarse en la multiplicidad del mundo, de experimentar y celebrar la singularidad. Es así como María Luisa desprecia su realidad más inmediata porque poco se parece a la que legitiman los medios. El resultado: una infelicidad visceral, globalizada, que no tiene cura y se reproduce permanentemente a sí misma.
Cuando los hijos de María Luisa pregunten un día, como ella misma lo hiciera, por qué hay niños que viven en la calle, muy probablemente obtendrán la misma respuesta que le fue dada a su mamá. La profesora de sociales dirá que la riqueza del mundo no está equitativamente distribuida y que hay que luchar para vencer esa desigualdad característica de los países del tercer mundo. La profesora de religión dirá que para eso está la caridad cristiana: para que aquellos que tienen solventen a los miserables del mundo. En la casa les dirán que la pobreza de los otros les recuerda a las personas lo afortunadas que son ayudándoles a valorar y agradecer lo que tienen, y que para no ser pobre hay que estudiar, trabajar y esforzarse mucho. Y que se tomen hasta la última cucharada de la sopa, pues en este mundo hay muchos niños que se acuestan sin comer.
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