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La pronta justicia como base del contrato social: el caso del juicio por genocidio en Guatemala

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Abstract: Guatemala is to hold the first genocide trial in Latin America in March 2013. A former president and some other high-rank Army generals and colonels will be also facing trial under the accusation of ordering a series of massacres against Mayan population between 1982 and 1983. But since the current president of Guatemala is also a former general, it is unlikely they will be properly sentenced. What kind of justice can Guatemalans expect in such conditions? If the social contract implies that the individual surrenders its quota of power to a powerful instance (the State) in exchange of protection — which the Guatemalan State has repeatedly neglected to provide to the indigenous people , what kind of contract is it that Guatemalans have?

 

Es 28 de enero de 2013 en Ciudad de Guatemala. En el décimo cuarto piso del Centro Judicial, un anciano impasible está sentado frente a un juez. No parpadea, parece que no respira. Él es todo silencio.

Detrás de él hay mujeres de refajo, huipil y tocoyal*. Indígenas a secas, dirá el observador extranjero. Requiere conocer a Guatemala para saber que los colores del huipil denotan el origen de estas mujeres, que ellas vienen de Nebaj, en el departamento de Quiché. Ellas se estrujan las manos; ora lloran, ora traducen lo dicho por los abogados o el juez a su lengua, porque no todas hablan castilla (español). Rostros desencajados, lágrimas, rabia.

El anciano impasible sentado frente a ellas, separado de la audiencia por una fila de micrófonos y la barrera sólida e invisible de la impunidad, es el general Efraín Ríos Montt. Se le responsabiliza de quince de un total de setenta y dos masacres ocurridas en el triángulo Ixil (la región en la que se ubica Nebaj) mientras él era jefe de Gobierno, entre 1982 y 1983. A Ríos Montt —ahora de 86 años— se le acusa de genocidio y el juez acaba de decidir que se acepta la demanda en su contra y que se procede a juicio. Es el primero de esta naturaleza realizado en Latinoamérica. El anciano escucha la resolución del juez sin reacción alguna. Las mujeres lloran. Al fondo, un mural con las fotos de algunas de las víctimas cuelga de la pared. Parecería que observan atónitos al juez, a sus familias, al anciano bonachón que otrora fuese un general golpista y que ahora se ha convertido en pastor evangélico y aguardará en arresto domiciliario el momento en que le corresponda enfrentar a la justicia.

Me gusta la última frase del párrafo anterior: «… en que le corresponda enfrentar a la justicia». Parece que la escribí con convicción, cual si no supiese que estoy hablando de Guatemala y fuese  el mismo Ríos Montt quien decretase amnistía general para todos los combatientes del conflicto desde el Golpe de Estado que lo llevó al poder en 1982  hasta 1986; precisamente durante la parte más cruenta de un conflicto interno que dejase más de doscientos mil muertos entre 1960 y 1996, siendo la gran mayoría de ellos población maya . Dicha ley, derogada ahora y que no aplica para delitos de lesa humanidad, permite que  por fin se enjuicie a un exmilitar por el delito que corresponde —no ejecución extrajudicial a secas, sino genocidio—. Sin embargo, el que ocurra esto cuando el actual presidente de dicho país es otro exgeneral del Ejército vuelve obligatorio preguntarse qué tanto puede uno confiar en la consecusión de justicia en contra de un exmilitar procurada por un Órgano Judicial bajo el mando de otro ídem.

Mujer maya-quiché en Guatemala. Foto de Robert Crum en Flickr, Licencia Creative Commons BY-NC 2.0 (http://www.flickr.com/photos/13010608@N02/2494600411/)

Mujer maya-quiché en Guatemala. Foto de Robert Crum en Flickr, Licencia Creative Commons BY-NC 2.0.

La duda es genuina si se tiene cuenta que en Totonicapán, el 4 de octubre del año 2012, el Ejército disparó 96 balas en contra de una manifestación de población indígena y la Fiscalía guatemalteca decidió enjuciar a los presuntos culpables no como militares en servicio, sino como civiles. Esta situación ya se había presentado antes al tratar de condenar a soldados rasos o sargentos por delitos comentidos durante el conflicto. Poco después de la masacre en Totonicapán tuve la fortuna de entablar amistad con una oriunda de la zona, activista indígena. Andrea me contaba sobre cómo las redes de intimidación y represión a los movimientos indígenas aún existen, se adaptan a la era digital y se infiltran incluso en los medios de comunicación alternativos. Andrea y yo estábamos en un taller de activismo digital en Tecpán, Guatemala (a un par de horas de Totonicapán), y ahí mismo descubrimos que una de las asistentes al mismo era hija de un alto mando militar. «Están en todos lados», dijo Andrea. Pocas veces he visto a alguien tan angustiado.

El lector dirá que en lo que acá describo no hay nada nuevo, que en Guatemala el antiguo mando militar no perdió nunca su cuota de poder. Lo que no deja de parecerme curioso es que esta afirmación se hace con una indolencia que entristece porque es fruto de la renuncia total del poder representado en derechos. No puede siquiera hablarse de intenciones de reivindicación porque estas implicarían saberse dueño de un poder: nadie cree en la consecución de justicia porque esta conlleva al uso de una facultad cuyo reclamo equivale a muerte. Uno entonces no duda de la pronta justicia, sino que sabe que no la obtendrá. No la merece. El poder nunca va a darla. El acceso a la justicia es algo a lo que no se tiene  derecho.

Yendo más allá, vale preguntarse qué tipo de relación tiene el guatemalteco con su Estado. Si la existencia de este se justifica con base en un pacto social en el cual el individuo racional cede sus derechos individuales ante un soberano a cambio de protección y no sólo no la obtiene, sino que es el mismo Estado el que deliberadamente violenta y priva de los mínimos derechos a una población indígena mayoritaria, ¿qué tipo de pacto social es el guatemalteco? ¿Será, como sostenía John Rawls, uno basado en un velo de ignorancia de lo que verdaderamente implica ceder el poder ciudadano a un mando central?

Es prácticamente imposible pensar en la existencia de una nación sin estado y no es eso lo que pretendo proponer. Sin embargo, si una población mayoritaria ha sido objetivo expreso de aniquilación por el Estado que ahora debe procurarle justicia, ¿por qué habría el ciudadano maya-quiché de esperar que cumpla? Si la población indígena desconfía históricamente del Estado que nunca le protegió, ¿qué hace pensar que este efectivamente enjuiciará y condenará a los dirigentes militares del mismo? ¿Es este, en efecto, un contrato social y no una imposición sociohistórica?

 

(*El tocoyal es una cinta de lana que usan las indígenas guatemaltecas para adornar el cabello).

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