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Vacunas: ¿un trato con la muerte?

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Vacunación contra la polio en San Miguel de Topilejo, México, 2003.

Vacunación contra la polio en San Miguel de Topilejo, México, 2013. Foto de Paulette636 en Wikimedia, CC Attribution-Share Alike 3.0 Unported.

Abstract: Since the decade of the 1980’s, independent research from many parts of the world has been alerting about the potential toxicity of vaccines, in the short, intermediate and long terms. Among others, the main argument is that these are manufactured with derivates from mercury and alluminum – known depressors of the immune system, the central nervous system and the hepatic function, – formaldehyde – a chemical compound highly associated to breathing, neurological, epidermic and ocular pathologies – and chloroform – a potential carcinogen.  If these afirmations are true, how can it be possible that different states and world organizations such as UNICEF and WHO suport and implement massive public policies which affect people’s health? This text invites to open a public informed debate, with the objetive to prepare the field toward a more conscious and elective vaccination.

Hace unos años conocí a una mujer que no vacunaba a sus hijos. El argumento central: la mayoría de las vacunas, elaboradas con base en derivados del mercurio, aluminio, formaldehído y cloroformo, entre otros –decía–, resultaban mucho más tóxicas para el organismo humano que las enfermedades que éstas pretendían evitar. “¿Pero ni siquiera contra la polio, que no se puede detectar a tiempo para ser tratada y deja marcas de por vida?”, pregunté con cara de horror y desconcierto frente a lo que entonces me pareció una franca irresponsabilidad.

Yo misma, contradictora de los principios de la medicina alopática, había seguido estrictamente con mi hijo el plan obligatorio de vacunación dictado por el Ministerio de Salud de mi país, y hasta ese momento jamás se me había ocurrido ponerlo en duda. Quiero decir, se vacuna en masa desde la década de 1940 y ese hecho ha sido avalado por nuestras sociedades como una democratización de la ciencia.

Lo que estaba escuchando, sin embargo, era serio. ¿Aluminio y mercurio, conocidos depresores inmunológicos con efectos nefastos sobre el sistema nervioso central y las funciones hepáticas? ¿Formaldehído, compuesto químico altamente asociado con crónicas patologías respiratorias, neurológicas, epidérmicas y oculares? ¿Cloroformo, ese potencial cancerígeno? ¡¿En las vacunas?!

La contradicción saltaba a la vista. Se me hacía simplemente imposible que cualquier Estado amparara e implementara una política pública masiva para enfermar a la gente. Así que, o definitivamente esa mujer predicaba alegremente la ignorancia de la Nueva Era, poniendo en riesgo la vida de sus propios hijos, o algo en nuestras formas de entender la salud y la enfermedad estaba realmente mal.

Una rápida “googleada” reveló cómo, en efecto, desde la década de 1980, investigadores independientes han venido alertando acerca de la potencial toxicidad de las vacunas en el corto, el mediano y el largo plazo, en un esfuerzo por visibilizar lo que los grandes mercados de fármacos se empeñan en silenciar. El documental australiano The Hidden Truth es una pieza de consulta obligada al respecto.

Hoy por hoy, profesionales de la salud, patólogos, bacteriólogos, biólogos, farmacéuticos, estadísticos y otros, suman voces en la tarea de documentar científicamente los argumentos cuestionadores de esta práctica, entre los cuales resalta la desmitificación de que las vacunas generan inmunidad a través de la producción inducida de anticuerpos.

La literatura es prolija y la discusión al respecto se mantiene abierta. Basta sin embargo, una breve mirada al material disponible en la web, para detonar las señales de alarma. Recientemente, un estudio publicado en el magazín científico Immunity, desmontó el mito de que los anticuerpos son esenciales para hacer frente a las infecciones virales. El artículo, respaldado por verdaderos gurús en el mundo de la salud, entre los que cuentan científicos de la Harvard Medical School, reivindica, de hecho, la capacidad innata del organismo humano de producir sus propias defensas, sin necesidad de inducciones externas, y atribuye a las vacunas un grave efecto entorpecedor de la respuesta inmune.

Otro argumento importante tiene que ver con el hecho de que en su mayoría, las vacunas han sido producidas en cultivos celulares o embriones animales (entre otros de pollos, patos, simios y perros), y por tanto introducen en el torrente sanguíneo humano material genético exógeno, sin contar con el aval de estudios científicos que profundicen en los efectos colaterales de este procedimiento. Como respuesta a las múltiples críticas generadas, desde la década de 1970 se desarrolló una práctica innovadora de cultivo en cepas celulares humanas, a partir de tejido de fetos humanos muertos.

Pero lo más delicado remite a los componentes que sirven de base a su conservación, efectivamente, derivados del aluminio y el mercurio, formaldehído y cloroformo, entre otros. Los contradictores de las vacunas sugieren, en ese sentido, la relación de las mismas con el desarrollo de enfermedades como asma, neumonía, tosferina, meningitis, infecciones frecuentes de oído, síndrome de fatiga crónica, artrosis, artritis, polio, diabetes, cáncer, leucemia, esclerosis múltiples, Alzhéimer, desórdenes neuronales y de personalidad, daño cerebral, autismo, déficit de atención, esterilidad y síndrome de muerte súbita del lactante, y según una vasta literatura, muchísimas más. Pese a que las grandes farmacéuticas insisten en la inocuidad del porcentaje en que estas sustancias se encuentran en las vacunas, lo cierto es que los efectos de absorción corporal, distribución, metabolismo y excreción de las mismas en el organismo humano son actualmente desconocidos. ¿Pueden creer que no existe un sólo estudio que compruebe que las vacunas NO son tóxicas en el mediano y el largo plazo?

Frente a las presiones de organizaciones civiles, en 1997 la FDA, agencia encargada de la protección de la salud pública en los Estados Unidos, prohibió la presencia de timerosal, una sustancia 50% mercurio y fostato de aluminio, en la vacunas. Sin embargo, a la fecha de hoy, compañías como Novartis, Sanofi-Pasteur, MedImmune y GlaxoSmithKline, facturadoras de cifras billonarias anuales, continúan produciendo y distribuyendo vacunas con base en estos componentes. Y vaya sorpresa: en una cruzada filantrópica que involucra organizaciones mundiales como la UNICEF y la OMS, el tercer mundo ha resultado ser el principal destinatario de las mismas. Basta con citar el caso reciente, en 2011, de la compra por la OMS de millones de vacunas contra el papiloma humano (VPH), para ser aplicadas en niñas y mujeres de países no especificados en vía de desarrollo. Al momento de la transacción, las vacunas VPH habían causado por lo menos 43.000 “eventos adversos” conocidos y cerca de 200 muertes.

Si esta información, que circula prolija y perturbadora hace décadas, tiene algo de cierto, hemos de aceptar que el ethos político de nuestros tiempos está mediado por una racionalidad perversa: frente a los eufemismos de los productores de fármacos y la complicidad muda de nuestros gobernantes, hemos estado envenenando voluntariamente a nuestros hijos. ¿Qué hacer frente a ello? En primer lugar, creo que urge invitar al debate público informado, de manera que la posibilidad para una vacunación más consciente y electiva se abra camino. Organizaciones no gubernamentales, como la Liga argentina para la libre vacunación, trabajan actualmente en todo el mundo para estos fines, desmitificando el absolutismo de la vacunación como forma única de prevenir la enfermedad.

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Mayxué Ospina Posse

PHD student of Social Sciences at the UNICAMP in Brazil. Bachelor’s degree (2008), and Master in History (2012).