De dólares y partos
Abstract: I have two daughters. The older one was born in a public hospital, and the younger one in a private facility. My experiences in each case were so dramatically different that I’m still shocked when I remember them. Having money to pay private attention was the main difference. My first delivery was almost a nightmare, while the second one was a peaceful process. I learned this way the abysmal distance between public attention and private medical practice in El Salvador. And these are the two stories.
El Salvador es un país que se caracteriza, al igual que muchos de América Latina, por servicios públicos de salud llenos de carencias. Tener o no el dinero suficiente para pagar servicios privados puede ser la diferencia entre una excelente atención o una pésima experiencia.
Yo lo viví en carne propia, con mis dos partos. Mi hija mayor nació en un hospital público, pero a la menor la tuve en un hospital privado. La diferencia entre ambas experiencias fue como el día y la noche.
Era febrero de 2000 y una huelga de varios meses en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) –sistema de salud al que tienen derecho los trabajadores del sector formal que pagan una cotización mensual, pero que igual tiene muchas carencias–, mantenía abarrotados los hospitales de la red pública. El Hospital de Maternidad no era la excepción y apenas alcanzaba a cubrir su flujo habitual de pacientes, junto a las que no eran atendidas en el Hospital 1º de Mayo, el plantel del ISSS especializado en maternidad.
Yo tenía 18 años y un miedo atroz. Mi parto estaba previsto para el 14 de febrero, pero como ya era 16, me enviaron al Hospital de Maternidad, donde, después de tres horas de espera, finalmente me examinaron y me ingresaron.
Al quinto día de estar allí, y tras quejarme por un dolor de espalda, me enviaron a hacerme unas pruebas. “Vamos a ver qué tal está tu bebé”, me dijo una enfermera. En las pruebas, cinco en total, mi hija sólo respondía bien a una. “Tiene un perfil biofísico de dos sobre diez” dijo la enfermera, “esperame que voy a llamar a la jefa de turno”.
La jefa de turno era una médica flaca, morena, con cara de niña y gestos de hastío. “El niño no se le mueve” le dijo la enfermera. “Es que es de mañana y a esta hora los niños están dormidos” le contestó la médica. “Ni siquiera está dilatada, mándela para la casa porque aquí estamos llenos” agregó.
Comenzó a empujarme el vientre con fuerza, mientras veía el monitor de la ultrasonografía. “Ya ve, ya se está moviendo, mándela a la casa”, insistió. Un médico residente que me había visitado un par de veces mientras estuve ingresada, y que era inusualmente amable, me dijo que no me preocupara, que me iban a hacer ultrasonografías diarias para ver cómo seguía mi bebé.
En el bus de regreso a la casa, el dolor de espalda empeoró. En la noche, mi vientre se abultaba y endurecía, acompañado de un dolor agudo en la pelvis, que no me dejaba moverme. “No puede ser que sean contracciones, en el hospital te hubieran visto” me decían en mi casa.
Al día siguiente regresamos a Maternidad. En el bus no podía casi caminar, me dolía todo y las contracciones –ahora sé que efectivamente eso eran–, eran seguidas y muy fuertes. Al llegar a la ultrasonografía, el técnico dijo que la niña no se estaba moviendo normalmente y que mi útero ya estaba en labor de parto. Así que me mandó para Emergencias.
Allí el cuadro era totalmente desalentador. Mujeres rompiendo fuente en los baños, enfermeras que no daban abasto, sillas ocupadas hasta el tope. Yo estaba muerta de miedo, en una banca, esperando que algún médico me pudiera revisar. Nada. Una hora, dos, nada.
A la par mía, una mujer sangraba y llamaba a las enfermeras, que pasaban sin siquiera verla, hasta que logró finalmente tomar la mano de una de ellas. “Tengo sida”, susurró. Se la llevaron de inmediato.
Luego, yo misma rompí fuente. Me puse a llorar. El médico residente que me había visto durante mi ingreso se acercó y me preguntó qué me pasaba. Le expliqué, le enseñé el charco de agua en el suelo, entre mis piernas. Se fue y volvió con un médico casi anciano, que me llevó a una sala, se puso un guante y me examinó. “¿Ustedes que no saben nada? Esta niña tiene los huesos pegados. A ver, vos, ponele allí en el cuadro ‘parto vaginal imposible’. Y mandala a ultra, urgente. Vos andá pedí sala y vos llevala a preparación” y salió del cuarto.
Lo que siguió fueron más lágrimas de mi parte, ese médico que me ayudó (y al que nunca pude agradecerle), diciéndome que me tranquilizara. Yo, saliendo apenas, a avisarle a mi mamá que me harían una cesárea y viendo cómo llegaban a traer, en una cajita blanca de madera, el cuerpo de un bebé que no había sobrevivido al parto…
La cesárea fue rápida. Entré a quirófano poco antes del mediodía y a las 12:15 había nacido mi Adriana Rebeca. Luego de que me suturaron, me dejaron en una sala de recuperación, muerta de frío, temblando, hasta que a las 6 me llevaron a otra sala, con otras madres que recién habían dado a luz.
Los dos días adicionales que estuve en el hospital no fueron nada placenteros. Nadie te ayuda, tienes que ir al baño sola, te llevan las cosas para que bañes a tu bebé, para que aprendas a hacerlo. Fue todo un alivio finalmente irme a casa.
Diez años después, estaba yo embarazada de mi segunda hija. Ya era una periodista de carrera, con un ingreso fijo y no estaba dispuesta a repetir la pesadilla del Hospital de Maternidad.
Pagué mi cesárea programada en el Hospital Ginecológico, privado, uno de los más grandes, reconocidos y bien equipados del país. Desde que llegué, todo fueron buenos tratos y consideraciones. Te reciben en una silla de ruedas, te llevan a un cuarto de preparación sumamente limpio, privado, el padre recibe ropa especial para acompañar el proceso del parto.
El quirófano era amplio, iluminado. El médico era el mismo ginecólogo con el que llevé mi control y había confianza. La inyección de la anestesia raquídea casi no me dolió, a pesar de que fue una de las peores partes de mi cesárea en el Hospital de Maternidad. La operación fue rápida, con el padre de mi hija tomando fotos y videos de todo el proceso, luego el médico poniéndome a la niña en brazos y una enfermera ofreciéndose a tomar una foto de los tres, en ese primer encuentro.
Luego se llevaron a la bebé a revisarla, asearla, aplicarle sus primeras vacunas, todo mientras a mí me suturaban. Me trasladaron a recuperación, suficientemente abrigada, y no tardé en quedarme dormida. Me pasaron luego a la habitación, en la que se podían quedar mis familiares, y me llevaron a mi bebé para alimentarla. A la niña la mantenían en la nursería, de modo que yo podía descansar, dormir. Ellos la bañaban, la cambiaban, estaban pendientes de ella. En mi habitación recibí visitas a toda hora, mi familia, mis amigos, la familia del padre. La atención era tan buena que una no se quería ir, porque sabía que en casa no tendría todas esas manos extra disponibles.
El contraste entre ambos partos aún me abruma y me entristece. Me entristece porque no es una experiencia aislada ni rara. Y me entristece más porque mucha gente, la mayoría, jamás llega a recibir la atención personalizada, rápida y amable que compra el dinero. Los trabajadores del sector formal tienen acceso al Seguro Social, donde la atención requiere mucha paciencia, hacer filas, pasar una consulta médica rápida y sin mucho cuidado, más filas, esperar medicamentos que muchas veces no están disponibles, más filas y sacar citas de control que son programadas para meses después.
Y los que no trabajan en el sector formal, o no tienen un empleo, deben acudir al sistema de salud pública, donde la atención es gratuita, pero también deficitaria. El presupuesto de salud pública no llega a un 3% del Producto Interno Bruto del país, y eso limita la capacidad para atender a la masa demandante de servicios, tanto en términos de infraestructura y personal disponible, como en medicamentos e insumos. Otra parte de la brecha trata de ser llenada, apenas, por organizaciones no gubernamentales o clínicas parroquiales, hay que decirlo, pero tampoco son suficientes.
El “tanto tienes, tanto vales” es una realidad dura y cruel en los sistemas de salud, ignorada o escondida muchas veces por la clase política, pero tangible y cruda para quienes no tienen acceso a servicios básicos de atención médica.
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